sábado, 19 de octubre de 2013

LAS MADRES CIEGAS

Las madres ciegas habrían dado todo lo que tenían y eran por llegar a ver a sus pequeños, aunque sólo fuera un instante que no se pudiera repetir jamás. Es cierto que ellas tenían los deleites del tacto, los dones indefinibles del gusto y el olfato, que eran diestras en explorar los misteriosos desfiladeros por los que se propagaba el sonido, y que la naturaleza les había dado el arte de trazar esas formas secretas del mundo que componen el mapa de nuestros sueños. Pero ¿cómo eran sus niños de verdad? Cuando las otras madres hablaban de sus sonrisas encantadoras, ¿a qué se referían?
Aún más, ¿qué era exactamente una sonrisa? ¿Cómo eran sus ojos, y qué quería decir que brillaran sus lágrimas? Si ellas reían al verlos correr y moverse, ¿qué era exactamente lo que causaba su embeleso? ¿Llegaban los niños a volar, se subían a los árboles, andaban
sobre las manos? La madre ciega iba guardando todas estas preguntas en su corazón, y envidiaba a las madres normales, que no necesitaban hacérselas, ya que para ellas todo era sencillo porque los podían ver. Bueno, así había sido siempre en su vida, desde que de
pequeñas habían descubierto que las otras niñas tenían un sentido del que ellas carecían, y que el mundo no sólo se podía palpar, olfatear, gustar y oír, sino que también se podía ver, aunque no supieran exactamente en qué consistía esa posibilidad nueva. Pero se habían
acostumbrado a vivir así, e, incluso cuando habían llegado a enamorarse, habían suplido, especialmente gracias a sus insospechadas aptitudes para el tacto, esa importante carencia. Pero ahora no podían seguir haciéndolo, pues era como si la imposibilidad de ver a sus hijos las privara de una parte de su ser, puede que la más encantadora
e irresistible, y ya se sabe que el amor quiere la totalidad de lo que ama. Y eran muy desgraciadas por esta razón.
Lo que no sabían es que las madres normales, cuando se las encontraban, no podían dejar de preguntarse cómo se imaginaban ellas a sus propios bebés. ¿Ver con los ojos de una ciega, se preguntaban llenas de indefinibles anhelos, no era la forma suprema del amor? Es verdad que la vista proporcionaba numerosos deleites, pero ¿no era fuente también de numerosas limitaciones? Por ejemplo, las ciegas eran más libres, porque podían imaginar a sus hijos como quisieran y porque para ellas, sobre todo, no existía la fealdad. Por eso, y en la intimidad de sus habitaciones, muchas noches las madres normales cerraban los ojos y acariciaban y olfateaban a los niños preguntándose cómo sería ese mundo que se abría ante las yemas de los dedos y que sólo las madres ciegas eran capaces de recorrer. Cómo era ese mundo que hacía de su bebé algo parecido a un río sin orillas, a una duna en el desierto, a un golpe de viento cargado de aromas nuevos, al sabor de una fruta jamás probada, y cuyos gritos y parloteos se confundían con las llamadas de los animales ocultos. Y por qué la naturaleza no les había dado a ellas, como a las madres ciegas, la capacidad de perseguir ese cuerpo infinitamente moldeable, de indefinibles formas, que era el cuerpo siempre inagotable y nuevo que reclamaba el amor para cumplirse.


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